CRÍTICA
por
Almudena Muñoz Pérez
Es posible
que ante el proyecto de "El
truco final, el prestigio", de Christopher Nolan, sobre la
rivalidad entre dos magos del siglo XIX, se decidiera poner en
marcha una película que hiciera honor a dicho argumento.
¿Estamos ante la típica competición de historias enfrentadas por
un mismo tema? Si es así, el impulso que
Neil Burger ha dado por salir el primero culmina con
un tropezón que deja vía libre a las expectativas del siguiente
filme. Como su título indica, esta vez estamos sólo ante una
ilusión, un vago reflejo de algo tan poderoso como el
enfrentamiento entre magia y realidad. Ni las manos más
habilidosas podrían convertir este truco barato en algo
atractivo por dentro o por fuera.
Tal vez sea exigir demasiado que una
película llamada “El ilusionista” pueda ofrecer magia pura.
Pero, dejando de lado los artificios visuales que sólo buscan
distraer al espectador de un espectáculo –también del cine–,
es un atractivo tema universal el misterio que rodea al oficio
del prestidigitador. Y especialmente porque, aun sabiendo que
existe un truco, una explicación racional, algo sigue
maravillándonos. Pues bien, en esta ocasión se nos seduce
mediante un pase en el teatro de Eisenheim (Edward
Norton), el lugar donde se producen las más bellas
imágenes de toda la historia. Con un simple telón de fondo
tridimensional, unos objetos corrientes –una silla, una mesa,
una maceta, un espejo– y una iluminación tenue, Burger compone
encuadres que remiten a la pintura surrealista, no sólo por su
plasmación visual, sino también por el significado simbólico y
oculto de sucesos incomprensibles. Pero ahí se acaba la magia
y se abre paso la ilusión, tanto óptica como argumental: el
guión pretende narrar un relato cien veces visto tras lentes
de aumento, deformando una idea interesante para intentar que
parezca más profunda y esotérica. Podría ser una decisión
intencionada por parte de este director primerizo, deseoso por
interrumpir la admiración del público para sumergirlo en el
lado realista. El problema es que ese lado, aun creíble, no
debe resultar soporífero.
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Después de la función arranca un
triángulo amoroso de escaso interés: el filme se construye
como un flashback que recoge la infancia común de los dos
protagonistas enamorados y con la mediación, muchas veces
incongruente, del punto de vista del inspector de policía
(Paul Giamatti), ¿o
cómo iba a conocer él las escenas íntimas de la pareja? El
discurso social latente sobre la hipocresía, las reglas
clasistas y el ansia por desentenderse de la presión de la
vida colectiva no cuaja en una historia que prefiere
hablar de emociones: de venganzas, amores sinceros y
lealtades. Y para ello resulta imprescindible un buen
cuadro de actores que, al menos, hagan más humana una
cinta que gira en torno a la recreación de lo mágico.
Ninguno destaca especialmente, todos se mueven con la
discreción implícita en unos personajes desdibujados, sin
motivaciones claras –el inspector de Giamatti oscila
contradictoriamente entre los actos nobles y justos y el
sometimiento al poder; el ilusionista de Norton se implica
en una trama monárquica cuando el daño que le han
infligido no tiene nada que ver con ello–. Sin ser una
película de estilo, ni de tema, ni de personajes, no le
queda más que una idea desaprovechada, envuelta en la
organza exótica de principios de siglo XX y el ambiente
vienés –tampoco muy cuidado: bien podría ser Londres o
París–, lo cual no sirve de mucho en cuanto el espectador
lo rasga para vislumbrar algún contenido.
Sin embargo,
lo peor de un espectáculo de magia no es que nos aburra, sino
que veamos la mano oculta que teje el truco. Los diálogos
endebles, plagados de frases de manual, teatralizan aún más un
desarrollo marcado por una escenografía torpe –los
conspiradores que hablan de su plan a voces en plena estación de
tren, el asesinato fuera de campo, la escena sexual precipitada
y gratuita–, aparte de todo el enigma que planea sobre los
hechos y que se resuelve sin la enjundia que ofrecía el
desdoblamiento entre realidad y ficción. Metida con calzador la
subtrama del derrocamiento del monarca, ésta adquiere en el
último tramo y de forma incomprensible una notoriedad que
eclipsa al verdadero conflicto amoroso. El ilusionista que
pretende arreglar el país con un número impresionante y
sobrenatural resulta mucho menos creíble que aquél que
simplemente quiere recuperar a su amada. Por eso chirrían las
pesquisas del inspector para resolver el misterio, plagadas de
excesivas casualidades –y la manera en que adivina la verdad al
final, con un montaje en el que vuelven a aparecer las escenas
íntimas de las que él no puede tener conocimiento–.
Si bien es
cierto que Burger no derrama todo el tintero, lo que se deja en
él tampoco interesa conocerlo –y porque una explicación
resultaría tan traída por los pelos como el desenlace del
argumento–. En primer lugar porque el halo romántico que termina
empañando a la obra resta de un plumazo toda la importancia dada
hasta el momento a la magia –¿lo único que permite evadirnos del
mundo es el amor verdadero? Y quizá también la maravillosa
partitura de Philip Glass–.
Y en segundo lugar porque esa disyuntiva tan rica entre
seguridad e ilusión se desperdicia por completo. Las auténticas
historias del género que emplean lo sobrenatural de por medio no
decantan la balanza por un platillo u otro. Ni por lo racional
ni por lo fantástico. Porque en la función del hechicero quien
observa sabe, pero al mismo tiempo cree. Pero “El ilusionista”
deja muy clara su postura, eliminando cualquier opción de
ambigüedad reflexiva: ya en los créditos de inicio se nos
muestra a una mariposa, aquella que con el dibujo de sus alas es
capaz de hacernos ver lo que no hay. Pero a Burger aún le falta
mucha práctica para que en ese aire que ha recreado podamos ver
alguna aparición digna de asombro.
Calificación:
    
Imágenes
de "El ilusionista" - Copyright © 2006
Yari Film Group, Bob Yari Productions, Koppelman-Levien
Productions, Michael London Productions y Contagious
Entertainment. Distribuida en España por Aurum. Todos los derechos
reservados.
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