CRÍTICA
por
Julio Rodríguez
Chico
Saboreando la vida
Nos
encontramos ante una película excepcional. Lo es por su forma y
duración, con casi tres horas prácticamente en silencio, sin
diálogos ni música que no sea la gregoriana, sin efectos
especiales ni mundos oníricos, sin flash-backs que nos
lleven a un pasado traumático ni suspense que mantenga al
espectador en espera de un incierto final. Y resulta excepcional
también por su contenido, exclusivamente religioso y espiritual
en el interior de un monasterio cartujo, lógicamente sin atisbo
de aventura ni persecuciones, sin morbo ni asesinatos, sin
glamour y ni un solo beso. Y a pesar de todo, está siendo un
éxito de público allá donde se proyecta –la sala llena día tras
día, a la insólita hora de las cinco de la tarde, algo nunca
visto–, y de crítica, con galardones como el Premio al Mejor
Documental del Cine Europeo y del Cine Alemán, o el Gran Premio
del Jurado en el Festival de Sundance.
Cuenta su
director, el alemán Philip Gröning,
que siempre había querido conocer las raíces de su catolicismo y
mostrar el lado religioso que todos tenemos, y que por eso quiso
adentrarse en el monasterio cartujo del Grande Chartreuse, en
los Alpes franceses, para recoger la vida de sus monjes y el
sentido de su existencia. Que después de esperar dieciséis años,
obtuvo el permiso para rodar con la condición de no emplear luz
artificial ni luz adicional, y de no interferir en la vida
cotidiana del monasterio. Y que rodó más de ciento veinte horas
con una sola cámara digital, quedando profundamente edificado
por la sencillez de los monjes y su pureza de espíritu, por su
sincera felicidad y por la ausencia de miedos en su interior.
Quien asista
a esta peculiar cinta documental tendrá similar experiencia
religiosa, pues ante todo recoge la vida de oración de estos
ascetas que buscan la santidad a través de la renuncia de todo y
de la piedad. Sin embargo, quien no concilie con la fe cristiana
también se sentirá fascinado por la paz y sosiego que trasmiten
sus rostros, por su libertad interior y clarividencia de lo que
buscan en la vida, por su ejemplar humildad y sentido de lo
terreno. La película requiere en el potencial espectador una
particular actitud al asistir a su proyección: ir sin prisas y
estar dispuesto a la contemplación de realidades poco
habituales por su hondo sentido espiritual y de otras
desconocidas al adentrarnos en lugares vedados a la gente de la
calle.
Pero es que,
además, Gröning ha realizado un film muy “cartujo”, con un
ascetismo formal sólo comparable a la realidad mostrada:
abundancia de primeros planos y planos detalles, como queriendo
adentrarse en el misterio de estas vidas tan de otro mundo; uso
preferencial del plano fijo con un cámara situada muchas veces
en un rincón, con la discreción y sigilo del invitado que mira y
admira; lentos movimientos de cámara que intentan no perturbar
la paz del lugar sagrado; una fotografía apoyada en la luz
natural que genera fuertes claroscuros al más puro estilo de
Zurbarán, con momentos en que las tomas digitales optan por una
baja resolución y otros –por ejemplo al enfocar los rostros de
los monjes– en que recoge la imagen con la máxima nitidez; o una
extraordinaria importancia concedida a los sonidos, todos
diegéticos y extraídos del quehacer habitual de los inquilinos.
El último plano de la película es paradigmático acerca de la
esencialidad narrativa y desnudez formal conseguidas: la cámara
comienza recogiendo un cielo limpio y azul, para a continuación
introducir un fundido en negro en el que se ve una pequeña luz
al fondo que pronto se adivina como la vela que acompaña a Dios
en la Eucaristía, en lo que resulta una elocuente síntesis de la
vida del cartujo girando en torno a la presencia divina en los
cielos y en la tierra. Esta perfecta adecuación entre forma y
fondo es el mayor mérito del cineasta, que ha sabido trazar una
mirada –limpia y despojada de artificio– al interior del alma,
al modo en que lo hicieron Bresson, Dreyer, Bergman o Tarkovski.
No hay
actores porque quienes aparecen no representan a nadie ni nada,
sino que muestran su vida con una humildad que resulta
desarmante. Las escenas de su vida se suceden con
naturalidad y fluidez sólo interrumpidas por insertos de dos
tipos: unas veces son versículos del Evangelio o algún salmo que
sintetizan su vida de renuncia o su intimidad y abandono en
Dios; otras suponen auténticas presentaciones de los monjes a un
público que lleva tiempo observándoles, con primeros planos en
que nos miran con ojos llenos de sencillez y vacíos de temores.
En todo el recorrido por las estancias del monasterio y las
estaciones alpinas, el director deja para el final dos de
especial valor y que revelan un trato preferencial: una
entrañable escena en que se “recrean” jugando en la nieve, y
otra en que el monje ciego da razón –en el único diálogo que
Gröning se ha permitido– de su vida y de su agradecimiento a un
Dios bueno que le quiere.
No es una
obra para un público indiscriminado, pero tampoco hay que
entenderla como sólo apta para el creyente. Quien se acerque con
la mente y el corazón abiertos y libres de prejuicios, se
beneficiará de un clima de paz para encarar la vida, tendrá
a su disposición una parte de la realidad –de eso se trata en el
cine que busca algo más que la diversión–, y gozará de la puesta
en escena austera y esencial que los grandes cineastas han
perseguido en sus trayectorias artísticas. Su visión exige dejar
fuera del cine las preocupaciones y agobios de la calle, y
también renunciar a ruidos y tramas truculentas para dejar lugar
al silencio y poder escuchar otras realidades.
Calificación:
    
Imágenes
de "El gran silencio" - Copyright © 2005
Philip Gröning Filmproduktion, Bavaria Film International, Ventura Film, Bavaria Film, Cine
Plus, BR, ZDF, Arte y TSI. Distribuida en España por Karma
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