CRÍTICA
por
Almudena Muñoz Pérez
¿Qué habría
sido de "Los otros" (2001) si
Alejandro Amenábar se hubiese decantado por idioma y actores
españoles? Pues “El orfanato”, lo cual explica la urgente
necesidad u oportunidad de la industria norteamericana por
comprar los derechos y arrancar la preproducción de un remake.
Sin referirnos exclusivamente a motivos argumentales, el éxito
comercial e internacional de estas películas parte de una
materia prima muy del gusto estadounidense y, por ende, casi
global. Lo que se aplaude es la capacidad de adaptación a una
manera estilizada, impecable y ampulosa –en lo formal– de hacer
cine, pero sin que en el fondo nos estén aportando algo
verdaderamente nuevo.
Está prohibido referir más allá de una
línea general la trama del largometraje, lo cual indica ya que
sus puntos fuertes son, a su vez, los más endebles por esa
dependencia tan de moda y excesiva con respecto al suspense
encaminado a un final sorpresa y a una revisitación de toda la
película bajo una óptica distinta a la aplicada durante el
transcurso lineal del metraje. Sin riesgo a revelar nada,
podría definirse a “El orfanato” como un cuento tradicional
leído a trasluz, de derecha a izquierda y observando el
contrario de los gestos, actitudes y personajes que
habitualmente se asocian a contextos serenos y positivos. Sus
dos referencias básicas, a Peter Pan y a cualquier relato de
niños abandonados que deben seguir un rastro para volver a
casa, componen el molde externo de una historia que se
revuelve en un ritmo creciente hasta que las aguas turbias del
misterio de la desaparición de Simón (Roger Príncep) y
de la mente de su madre Laura (Belén Rueda) se abren en
un remolino –mostrado de forma muy visual– del que será
difícil escapar.
Circunscrita desde su propia promoción a
una dualidad genérica –cuento de amor/cuento de terror–, la
película enmascara sus inquietudes sentimentales tras una
etiqueta fácil de vender, siguiendo la corriente de films
previos que también releían emociones clásicas desde el ámbito
paranormal, quizá por encuadrarnos en una época que enfría lo
interpersonal y convierte reacciones humanas en fantasmas
cotidianos, sólo tangibles al viajar más allá, a la dimensión
donde el holograma es auténtico –aplicado siempre a un camino de
psicoanálisis para la protagonista, como ocurría en "Frágiles" (2005), que a
su vez repasaba “La bella durmiente”–. Pero dichas
coincidencias, al margen de las tendencias mercantiles, no son
culpa del revival del género en sí, pues las sospechas
sobre similitud entre “El orfanato”, "Los otros" o "The haunting (La guarida)"
(1999) deberían retroceder varios pasos y detectar la herencia
de “La escalera de caracol” (1945) o “La casa encantada” (1963),
entre otras tantas. Y la fundamental es una atmósfera,
preeminente a cualquier otro recurso añadido –y mano orientadora
de Guillermo del Toro–: el caserón gótico impone unos
recursos narrativos claramente decimonónicos –a excepción de las
tretas novelísticas que desmitificaban todo el asunto
paranormal, caso de Ann Radcliffe– y una técnica fotográfica muy
evidente, pero no por ello menos efectiva, ya que la tradición
ha devenido en virtud. Los avances tecnológicos permiten,
además, que un apartado tan pobre en otras décadas como el
sonido se transforme en hilo conductor del miedo y las pistas,
la gran baza explotada por directores del género como M. Night
Shyamalan, aparte de traslucir la más hermosa metáfora de la
película: a pesar de su objetividad como fenómeno físico, es el
oído humano el que con todas sus consecuencias presta un
significado al golpe, el raspeo y el portazo. Cuando la imagen
recupera su centralismo los resultados pierden eficacia y
satisfacción –risible la secuencia de la médium (Geraldine
Chaplin), apoyada en un recurso muy nipón que ya explotaba
Álex de la Iglesia en la tv-movie “La habitación del
niño” (2006)–.
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Junto a la atracción primaria que
ejerce como aparato de relojería dirigido a los sentidos,
logro del debutante Juan Antonio Bayona, el
guionista Sergio G. Sánchez ha sabido aprovechar
los temores más instintivos aplicables a cualquier
espectador, el de la pérdida de un ser querido y el
remordimiento de la responsabilidad sobre él, aunque en
este panorama sensacionalista resulte difícil
desvincularlo de connotaciones morbosas. No en vano se
aprovecha el aroma de leyendas y rumores españoles
cercanos al gore rural, si bien es precisamente en
esos puntos donde saltan múltiples cabos sueltos que no
puedo comentar sin destripar nada. Las zonas muertas no
son obstáculo en una historia de terror, pero sí cuando
hasta el momento se ha empleado una lógica apoyada en la
coherencia de unos argumentos que de repente se abandonan
a la espera de que el susto y el impacto desvíen la
curiosidad. Y como el sueño de la razón produce monstruos,
“El orfanato” tiene tantos descosidos como el rostro de su
fantasma, pero no importa si con ello una visión de reojo
causa el espanto buscado.
Dado nuestro creciente escepticismo ante
cualquier rastro sobrenatural, convertido en souvenir de
show nocturno, la confianza científica y racionalista
merece historias que pongan en entredicho esos juicios de valor.
Al igual que toda buena película de terror que se precie, la
búsqueda desesperada de Laura desdibuja las fronteras entre
realidad y fantasía, dejando un portal abierto a una duda
desasosegante, aunque a Bayona se le escapan atisbos que imponen
con demasiada evidencia su interpretación de la historia al
público –por ejemplo, planos vacíos del pasillo y la puerta del
baño al fondo, que se cierra de sopetón. ¿Se trata de un plano
objetivo que se desarrolla de forma paralela a la acción de los
personajes o es sólo una alegoría más de la lucidez que va
mermando en la cabeza de Laura?–. Los apuntes acerca del enorme
poder de la autosugestión humana hacen del personaje central
–curiosamente, o quizá por razones naturales, en este tipo de
tramas casi siempre es femenino– una evolución enfermiza de
mujer moderna que debe convertirse en un personaje ficticio y
asumido. Belén Rueda salva así el tipo en una espiral de
papeles solapados y neurosis física que envuelve al pasado y al
presente, movidos siempre por un futuro siempre falso, que nunca
se cumple. Sin embargo, se desaprovechan en pro de una acción
más fluida coincidencias tales como que en el primer tramo ella
quede inválida por una pierna escayolada, justo en un hogar
donde la discapacidad –también mental– debe ser redimida. Pero
el sentido de culpa –ella fue la única niña sana en salir del
orfanato– no interesa a G. Sánchez ni a Bayona como parte del
desarrollo psicológico del personaje.
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Ésta quizá
sea una película cuyo poso resulta más estimable que su
visionado, condicionado por la experiencia cinematográfica
previa del espectador. Cada paso recoge de forma inequívoca
lo sembrado, creando un telar de causalidades y guiños unas
veces bonitos, tirando a ñoños, otras crueles como esa violenta
irrupción de la realidad en pleno frenesí sobrenatural, clímax
que es el verdadero hallazgo del film. Después, algo se desinfla
y confirma que los bracitos en bata escolar quieren arrancar el
papel gótico de la pared para mostrarnos no un monstruo, sino
su realidad: las profundas historias de tristeza y de
pesimismo que se venden al precio del placer de saltar del susto
en la butaca.
Calificación:
    
Imágenes
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